miércoles, 25 de diciembre de 2013

Lugar vacío




Yo vi cuando se la llevaban por la calle de piedras hacia arriba, más arriba, levantando el polvo que la iba sepultando, crujiendo en cada piedra; despojándose primero de la ventana, la grande de cortinas rojas que miraba hacia la vereda; después del sombrerito de la chimenea que había puesto papá apenas tuvimos la casa, porque lo importante -decía él, es estar calentitos. Nuestro primer mueble fue esa estufa negra a leña que luego le vendimos a don Mauricio.
   Se llevaron la casa con todo puesto. Parecía resistirse, por eso se iba quedando, de a pedazos, como iba quedando yo.
 
Me quedé un rato más en el lugar vacío. Caminé sobre las huellas de las paredes. Eran angostas las paredes; un sándwich de chapas y telgopor. Ahí estaba el pozo que había dejado la estufa; la mancha de ceniza en la tierra que traté de borrar y que parecía inmortal, hasta le di con la punta del zapato, pero no se fue. Las marquitas de las cuatro patas de la mesa; las de la cama, que eran más profundas porque dormíamos tres juntos; y pegaditos en la cama grande, dormían papá y mamá.
   La figura cuadrada de la heladera, una caja en donde se conservaba la comida del mediodía hasta la cena, lejos de las moscas, algunas que había aunque generalmente hacía frío. La llevamos a la casa del Barrio Nuevo, una de las pocas cosas que nos llevamos. Otra fue la rata. Siempre supimos que estaba entre las chapas, pero no la pudimos atrapar nunca y cuando se dio cuenta de que nos íbamos se escondió en la heladera y viajó derechito a la cadena del baño, como faltaba la tapa del botón se metió ahí.
   Alrededor seguían los cachivaches el contorno de la casa, y el patio; más patio que casa era, llegaba hasta el alambrado que impedía a las gallinas pasar para el patio de Elvira. Ella había amenazado con matarlas una por una a las que encontrara en su quinta y con la excusa de que mis gallinas se comerían las semillas, nunca sembró nada.
El alambrado del fondo daba a la cuadra de atrás. Y eran todas iguales cuando a la hora de la siesta la sombra de ningún árbol se proyectaba desde arriba hacia ninguna parte, cubriendo el sol todo. Entonces las casas parecían más chiquitas todavía, aplastadas entre la tierra seca y el cielo gigante que no se tocaba con nada.
   Después, en la otra casa, desde la ventana del comedor no se podía ver directamente el cielo. Don Mauricio tenía el almacén y sobre él su casa. Las de los vecinos estaban más juntas, o eran más altas por eso se veía menos el cielo. Pero había grandes patios también, con gallinas y todo.

Se veía chico el lugar comparado con el nuevo que parecía una mansión, con dos habitaciones, una cocina grande donde cabía una verdadera heladera, porque ahí sí había luz en cada una de las habitaciones y en el baño, afuera, que no quedaba tan lejos. Ahora cocinábamos con garrafa, entonces papá se deshizo de la estufa a leña y compró una más chica que se prendía a veces, cuando volvíamos de la escuela.

Siempre quise volver a caminar sobre esas huellas de cajones de botellas vacías; de palos que nunca faltaban, tirados en el patio; de ruedas de autos; de chatarra que seguiría estando si la topadora no la hubiese arrancado de su lugar. No quedó nada. Ni las huellas, ni la mancha de ceniza que yo creía inmortal; o tal vez estaba ahí, enterrada.
   Lo único que quedó de la casa fueron las marcas en la calle hacia arriba, que pronto se borraron, y la rata. Pero también murió, de un zapatazo en la cabeza.

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