martes, 7 de marzo de 2023

Nada excepcional

 

Un día sucedió lo extraordinario. Quienes allí estaban no recuerdan otro caso similar al de aquella mañana cuando vieron que, al levantarse, de sus ojos brotaba dulzura, serenidad y amabilidad, convirtiendo a la que era conocida como una persona de cuidado, en un ser por poco celestial. 

Normalmente era suficiente razón la luz del sol para que empezara el día de mal humor: según la oblicuidad de la hora, detestaba la claridad que provocaba al penetrar por una claraboya altísima, sobre todo en verano. Y tal vez también detestara el verano. Durante la mañana era poseída por un temperamento ciclotímico. Hacia el mediodía y la tarde cada estado de ánimo alcanzaba a dar tiempo para acostumbrarse, pero hacia la noche todos los estados se juntaban logrando el desequilibrio por completo. Luego tardaba en dormirse, se demoraba en echar hasta el último fantasma. Un fantasma por nervio tenía y se iba relajando hasta quedar dormida sin darse cuenta.

No le gustaban los ruidos ni las luces; una especie de obsesión de casi toda la vida. El mal humor por la mañana formaba parte de un complejo engranaje de causalidades, según la hora: antes de las ocho y media probablemente no existieran razones aparentes que la predispusieran a empezar mal, salvo quedarse dormida un día en el que no debía. A partir de las nueve de la mañana podía suceder cualquier cosa; el despertar y los siguientes treinta minutos delineaban el perfil de la primera parte del día que luego determinaría las subsiguientes. Y continuando un mapa no siempre preciso y certero, aunque por lo común predecible, se podía trazar el resto de la jornada.

La mayoría de las veces se encontraba sola en la casa, por lo que la ausencia de influencias externas hacía que fuera más fácil la adaptación al nuevo día. Las personas eran uno de los principales motivos de su mal humor. Las personas y sus estados de ánimo; sobre todo si estaban levantadas desde mucho antes que ella y ya habían echado a girar la rueda del tiempo con sus volúmenes y velocidades.

Pero aquella mañana nada había sido motivo para alterar ese estado extraordinario del que estaba siendo cautiva ante la mirada atenta de unos extasiados testigos. Y eso que era verano y el sol traspasaba la claraboya animándose a dirigir su incandescencia directo a los ojos de la recién despierta. Y más aún, en la casa había gente y niños jugando. Además, no sólo eran más de las ocho y media y las nueve, si no que eran las once de la mañana. Sencillamente todo aquello no podía ser menos que un obsequio de las divinidades. Pero como si no existiera la excepción a la regla, tuvo que pasar: 

                                                                       nubes grises se arremolinaron sobre ella misma y su inocencia, preparadas para oscurecer el que podría haber sido el mejor día de su vida. No faltó alguien, un gracioso, un resentido, un vengativo, o bien un distraído que al verla tan tranquila eligió como saludo de los buenos días un “¿te levantaste de mal humor?”.

Nada, absolutamente nada podría haberla sacado de ese estado de gracia que era la indiferencia que le iban provocando de manera inexplicable todos y todas las cosas a su paso, y que lo único que debían era mantener ese letargo al menos por media hora, cuarenta minutos apenas, para hacer de aquél un maravilloso y memorable día. Salvo que alguien subestimara todo el esfuerzo por sostener tamaño encanto. 

Lo que aconteció en adelante fue suficiente para que a quien había desafiado a la fortuna no le alcanzara la eternidad para arrepentirse y pedir perdón. No a ella, que ya no lo oía, si no a quienes les tocaría compartir el resto de la malograda convivencia.              

Un simple y torpe descuido al pasar; un objeto fuera de su sitio; un saltito de los niños; una corridita de tres pasos; ni hablar de encontrar desparramados juguetes diarios papeles, ese día sería en adelante la hoguera de la intolerancia. Y más valió organizar un paseo al aire libre, lejos, que quedarse a soportar aquel fenómeno descomunal a expensas de la propia salud. 

El placer de andar en carretilla

Alguien deberá empujar, llevar, divertirse igual al que va dentro de la carretilla. Y éste, ahí, nomás, feliz, pobrecito, feliz.

Concurso de tablas

Nos unía el entusiasmo, la ansiedad, la igualdad. Por mucho que ya nos conociéramos y la especulación no tardara en demostrar las lógicas razones de su existencia, hasta que no diera oficial inicio la primera de la ronda con su respuesta a la pregunta ¿4 x 7?, todas éramos potenciales ganadoras del concurso de tablas de multiplicar. Nos unían los nervios, la ambición. Nos unía ser protagonistas ante la escuela entera que observaba la tensión minuto a minuto, cada respuesta correcta, cada golpe de suerte, cada suspiro corto de quien una vez más salvaba la cabeza. Los minutos completaban las horas que se hacían eternas y sin embargo no era tiempo lo que transcurría. Eran latidos de corazones, eran gotas en las frentes, en las sienes, congeladas por el frío de la exactitud. El dedo índice del perverso verdugo y la sentencia: ¿8 x 9? ¿5 x 3? ¿6 x 7? Disparos certeros que daban en el centro mismo de los corazones agitados. Y fuimos cada vez menos. Manos sudorosas, ojos irritados, ojos húmedos, palabras al aire sin sentido al dios del sinsentido, al dios del último instante. Al dios que nos ahorca y que nos deja vivos. Nos unía haber sido elegidas para enfrentar el yugo de la inmisericordia disfrazada con hábito de monja y voz de trueno metálico. ¿6 x 8?, una menos ¿8 x 8?, otra ¿9 x 5?, sigue. Nos unía la misma palidez, el mismo deseo de evadirnos, la misma angustia de quien era fusilada con apenas un dedo y un 9 x 7, casi al final, desarmada en llanto incontenible, presa de la frustración, víctima del sadismo y la más fina crueldad. Nos unía un aire de juego, al fin de cuentas, nada más que un juego en el cual las reglas se confundían con la vida misma y en el que todas éramos una.

El charco

El camino largo de las hormigas se perdía a la vuelta de la esquina y seguía, hasta el océano que formaba la lluvia en el pozo que dejara la raíz de algún árbol. Mi pie desató de ese charco un aluvión que arrasó con el hormiguero y las infelices criaturas fueron destruidas. Las aguas regresaron en cataratas a rellenar el océano vacío abandonando las ruinas de un perfecto laberinto sepultado. Podía hacerlo cuantas veces quisiera, descargar el charco con mi pie apocalíptico sobre las criaturas indefensas solo para sentirme poderosa y poseer un momento la fuerza que acaba con todo de un pisotón. Limpié la bota en el felpudo encadenado delante de la puerta del bar y me senté a una mesa pequeña; cada vez más. Mi cuerpo agigantado se elevó sobre los hombrecitos dejándolos ahí abajo, mientras mis ojos seguían alejándose hacia arriba. Las casas se achicaron hasta esfumarse. Desaparecían en un punto lejano la ciudad, los campos, los mares que rodean los continentes. El planeta quedó diminuto dentro de la galaxia que me pertenecía. Ya no fui humana y fui el Espacio mismo, gigante, absoluta, absorbiendo el Universo en mi nada sin forma que ya lo era todo y parecía no existir. Comencé a disolverme. Cada parte de mí se dividió en partículas y estas en otras más pequeñas, así hasta desaparecer. Mis venas y arterias transparentes acabaron estallando en un instante sordo que apenas transcurrió, dejando vacío donde ya no había nada. Una ráfaga vertiginosa me atrajo en sentido contrario y empecé a caer, dibujando rayos moleculares hacia un centro imantado. Regresaba, hasta ser del Espacio y recuperar mi figura humana. Los mares y continentes eran, desde más cerca, torrentes de sangre y carne dentro de un planeta en forma de cráneo. Todavía tenía la bota mojada de aluvión. Me acordé de las pobres hormigas que debían estar construyendo un nuevo lugar donde vivir, sin siquiera imaginar que un pie volverá a pisar el charco, solo para olvidar que es apenas un hombre dentro del cráneo de otro hombre dentro de otro cráneo de otro hombre dentro de otro, y pedí un café.

viernes, 10 de febrero de 2023

Un acto de justicia

 La tela de la araña tiembla al ritmo desesperado de una mosca desahuciada. Y yo la veo. Veo cómo se sacude la mosca cada vez más entrampada, cómo la araña se acerca, se apura, se acerca, viene y la mosca no para de moverse y con ella la tela que intenta desprender si no de sus alas y cuerpecito, por lo menos de la araña, que se caiga, que se vaya. Pero está tan cerca, tan decidida. 

        Yo hago uso de la oportunidad que se me da de ser juez y Dios, y a último momento paso mi dedo cortando la tela justo entre la mosca, que cae casi muerta de miedo, y la araña, que rauda se vuelve a su guarida sin comprender qué habrá hecho que la naturaleza no cumpliera con su parte y ella no tenga qué comer para vivir y la mosca qué alimentar para morir. 

        Y yo pensando que podría no haber interferido y sin embargo creyendo que si me tocó presenciar tamaña situación es porque se me está permitido actuar ya que, de otra forma, no habría sido llamada a formar parte del juego de las leyes naturales y metafísicas, y allá ellas con sus destinos. 

       Quizás para ellas nada cambió, sólo que a la mosca se la comieron más tarde y la araña murió, aplastada seguro por mi zapato, cuando la volví a ver y temerosa de una represalia no dudé en cometer un acto de justicia.


miércoles, 25 de diciembre de 2013

Lugar vacío




Yo vi cuando se la llevaban por la calle de piedras hacia arriba, más arriba, levantando el polvo que la iba sepultando, crujiendo en cada piedra; despojándose primero de la ventana, la grande de cortinas rojas que miraba hacia la vereda; después del sombrerito de la chimenea que había puesto papá apenas tuvimos la casa, porque lo importante -decía él, es estar calentitos. Nuestro primer mueble fue esa estufa negra a leña que luego le vendimos a don Mauricio.
   Se llevaron la casa con todo puesto. Parecía resistirse, por eso se iba quedando, de a pedazos, como iba quedando yo.
 
Me quedé un rato más en el lugar vacío. Caminé sobre las huellas de las paredes. Eran angostas las paredes; un sándwich de chapas y telgopor. Ahí estaba el pozo que había dejado la estufa; la mancha de ceniza en la tierra que traté de borrar y que parecía inmortal, hasta le di con la punta del zapato, pero no se fue. Las marquitas de las cuatro patas de la mesa; las de la cama, que eran más profundas porque dormíamos tres juntos; y pegaditos en la cama grande, dormían papá y mamá.
   La figura cuadrada de la heladera, una caja en donde se conservaba la comida del mediodía hasta la cena, lejos de las moscas, algunas que había aunque generalmente hacía frío. La llevamos a la casa del Barrio Nuevo, una de las pocas cosas que nos llevamos. Otra fue la rata. Siempre supimos que estaba entre las chapas, pero no la pudimos atrapar nunca y cuando se dio cuenta de que nos íbamos se escondió en la heladera y viajó derechito a la cadena del baño, como faltaba la tapa del botón se metió ahí.
   Alrededor seguían los cachivaches el contorno de la casa, y el patio; más patio que casa era, llegaba hasta el alambrado que impedía a las gallinas pasar para el patio de Elvira. Ella había amenazado con matarlas una por una a las que encontrara en su quinta y con la excusa de que mis gallinas se comerían las semillas, nunca sembró nada.
El alambrado del fondo daba a la cuadra de atrás. Y eran todas iguales cuando a la hora de la siesta la sombra de ningún árbol se proyectaba desde arriba hacia ninguna parte, cubriendo el sol todo. Entonces las casas parecían más chiquitas todavía, aplastadas entre la tierra seca y el cielo gigante que no se tocaba con nada.
   Después, en la otra casa, desde la ventana del comedor no se podía ver directamente el cielo. Don Mauricio tenía el almacén y sobre él su casa. Las de los vecinos estaban más juntas, o eran más altas por eso se veía menos el cielo. Pero había grandes patios también, con gallinas y todo.

Se veía chico el lugar comparado con el nuevo que parecía una mansión, con dos habitaciones, una cocina grande donde cabía una verdadera heladera, porque ahí sí había luz en cada una de las habitaciones y en el baño, afuera, que no quedaba tan lejos. Ahora cocinábamos con garrafa, entonces papá se deshizo de la estufa a leña y compró una más chica que se prendía a veces, cuando volvíamos de la escuela.

Siempre quise volver a caminar sobre esas huellas de cajones de botellas vacías; de palos que nunca faltaban, tirados en el patio; de ruedas de autos; de chatarra que seguiría estando si la topadora no la hubiese arrancado de su lugar. No quedó nada. Ni las huellas, ni la mancha de ceniza que yo creía inmortal; o tal vez estaba ahí, enterrada.
   Lo único que quedó de la casa fueron las marcas en la calle hacia arriba, que pronto se borraron, y la rata. Pero también murió, de un zapatazo en la cabeza.